2. El Centro Alfa
«Los hombres son hechos por las circunstancias.»
–Del Diario del Asura Siniestro.
No era fácil ser Augur. Era una raza distinta, que había nacido luego de la Primera Debacle y eran la prueba viviente de que la inteligencia no iba ligada a la felicidad.
Como Augures, sus poderes podían doblar, corromper o incluso destruir mentes ajenas. Muchos habían anhelado aquellos poderes y habrían dado todo por ese gran don. Pero no era ningún privilegio; era una pesada carga.
Se decía que los Augures aún no podían controlar sus grandes poderes a voluntad, pues poseían una fuerza ilimitada que estaba más allá de su propio entendimiento. Por ello, con solo un toque, una emoción, o incluso un suspiro, podían desmembrar y anular irreversiblemente una mente… incluso sin saberlo.
Hacía varios años habían sido perseguidos, siendo desterrados a los desolados páramos del norte. Nunca más se supo de ellos. Otros fueron encerrados, pues se consideraban un peligro para el incipiente despertar humano tras la Primera Debacle.
Sin embargo, pronto se descubrió (y los mismos Augures se encargaron de difundirlo) que sus poderes eran inofensivos en los niños más pequeños, pues sus mentes aún no estaban lo suficientemente desarrolladas para caer en su órbita de influencia. Luego se descubrió que sus facultades, en vez de mancillar las mentes de los infantes, las estimulaban de forma tal que un niño de dos años, bajo su tutela, podía leer y escribir a la perfección, y desarrollar problemas algebraicos básicos sin dificultad.
El descubrimiento de las facultades cognoscitivas de los Augures se convirtió en toda una revolución. Muchos Augures desterrados volvieron para hacerse cargo de los Centros Alfa de las grandes ciudades. Pronto todos los Centros Alfas de la civilización humana en donde hubiese niños menores de quince años, estuvieron dirigidos por, al menos, un Augur.
El problema era que muchos habían mirado (y aún miraban) con reparos el hecho de que seres que podían fácilmente destruirlos estuvieran a cargo de la educación de sus hijos. Pero el Enclave de los Ángeles había sido categórico en ordenar que el aprendizaje de los infantes fuera impartido por los Augures y, frente a un mandato directo de un Enclave, no quedaba más alternativa obedecer, a pesar del recelo de muchos.
Sin embargo, ese recelo no se extinguió con el paso de los años. Esperaban que los Augures cometieran el más mínimo error para iniciar un movimiento en su contra y purgarlos definitivamente. Los Augures estaban al tanto y actuaban en consecuencia.
Aunque era difícil mantenerse fuera de un margen de error cuando los Enclaves estaban Convocando tan constantemente al Pacto, y lo peor era que solo Convocaban niños, todos los cuales se encontraban bajo su responsabilidad (se conjeturaba que los niños eran el mejor objeto de reclutamiento porque moldearlos y adoctrinarlos era más sencillo).
***
El Augur Prisma era el cargo para aquel de ellos que debía dirigir cada Centro Alfa. Pero tenía una misión más importante aún: debía conducir al elegido, luego de realizada la Convocación al Pacto, al encuentro con los agentes del Enclave respectivo. Si bien dicha misión era trascendental, era la más riesgosa de todas; servir de conexión entre el mundo de los hombres y el de los Enclaves no era tarea fácil… y allí era en donde quienes repudiaban a los Augures buscaban un error para expulsarlos para siempre.
En general existía un Augur Prisma en cada Centro Alfa. En los más grandes –como los de Buenos Aires o San Pablo− existían hasta cinco a la vez, que conducían los Centros y se encargaban de los Augures subalternos. Por el contrario, el Centro Alfa de Santiago solo contaba con un Augur Prisma, pues a pesar de su gran tamaño, no se comparaba con los de las grandes metrópolis.
Pero, a pesar de no ser uno de los Centros Alfas más grandes, el de Santiago había sido elegido. Para desgracia de su Augur Prisma, uno de sus niños había sido Convocado por el Enclave de los Asuras. Ya lo había hecho llamar para ultimar los detalles de su último viaje.
El Augur Prisma en cuestión era Livio, uno de los Augures más grandes conocidos por la humanidad; su grandeza le había impedido moverse a lugares más poblados, y se le había ordenado permanecer relegado en Santiago, entre el gran océano Pacífico y la infranqueable cordillera de Los Andes. Así era mejor, pensaban algunos, pues estaba relegado y no presentaba un gran peligro para las grandes metrópolis atlánticas.
Su mirada cansada y paciente ya no deseaba sorpresas. Era un hombre entrado en años, con barbas y cabellos plateados; parecía estar en el ocaso de su vida, pero su espíritu aún albergaba la fortaleza de la juventud. Por eso a veces le entristecía estar allí, en el fin del mundo.
Pero Livio no se quejaba; estaba satisfecho. Dado que Santiago era una ciudad menor a nivel mundial, estadísticamente eran pocos los niños de su Centro Alfa que eran Convocados al Pacto y, por lo mismo, sus encuentros con los Enclaves eran extremadamente escasos. En cambio, en Buenos Aires, por ejemplo, los Augures debían estar regularmente en contacto con los Enclaves, y a Livio ello le desagradaba en demasía.
Todo el mundo pensaba que los Augures eran prácticamente los peones de los Enclaves, pero esa era una aseveración muy alejada de la realidad.
Los Augures se contactaban con los Enclaves gracias a sus poderes mentales, pero eso era todo. No sabían más de ellos que el resto del mundo, y habían asumido la tarea de contactarse con ellos como una carga esperando ser algún día nuevamente reinsertados en la sociedad sin ningún reparo. Nadie quería saber de los Enclaves y, por eso, a ellos les dieron la desagradable misión; todos se habían desentendido tratando de olvidar… hasta que los Enclaves Convocaban al Pacto.
Las Convocaciones al Pacto se habían vuelto una tradición: casi todos los años había una, usualmente de los Enclaves de los Ángeles o el de los Espíritus. El Enclave más temido nunca había Convocado Pactos; se decía que reclutaban nuevos integrantes en forma clandestina y violenta.
Aun así, el rumor estaba allí y el miedo hacia el Enclave de los Asuras también. Livio no se imaginaba a los Asuras cambiando de política alguna vez, pero lo habían hecho.
Para su mala suerte, no solo habían Convocado al Pacto, sino que lo habían hecho precisamente en su Centro Alfa. Era lo que más temía; era la razón por la que se había contentado allí sin exigir un traslado a un Centro mayor. Creía que, si alguna vez los Asuras Convocaban al Pacto, lo harían en los grandes Centros Alfas, como los del Amazonas o África, no en uno perdido en el fin del mundo.
Hizo una mueca mientras pensaba en ello. Ya era desagradable tratar con los Ángeles y con los Espíritus en sus Convocaciones, pero con los Asuras sería peor. Dado que era la primera vez que los Asuras ocupaban la Convocación al Pacto como método de reclutamiento nadie sabía cómo proceder… ni siquiera los Augures.
Livio se había comunicado con otros Augures Prisma del mundo. Solo tres niños habían sido Convocados por los Asuras, incluido el de su propio Centro Alfa. Era una cantidad insignificante.
Aunque los otros Enclaves habían aprovechado para Convocar muchos niños, el hecho de que los Asuras lo hubieran hecho constituía un hito histórico del que Livio no podía escapar. Para su consuelo, los Asuras habían tenido algo de consideración: procuraron que ningún otro niño fuese Convocado por otro Enclave en los Centros Alfa en que ellos habían escogido. Al menos, su única preocupación sería Miguel.
Ya les había ordenado a sus compañeros más cercanos que le dieran la fatídica noticia. El niño ya debía estar en camino a su despacho; su último recorrido por el Centro Alfa.
Livio salió de sus cavilaciones y se dirigió al pilar informático para comunicarse con los Asuras. Era una tarea desagradable, pero era su responsabilidad. Se sumió en un profundo silencio mientras esperaba la conexión de la comunicación.
***
Miguel era un niño muy querido entre sus pares. En general, tenía muy buena suerte y sus amigos siempre bromeaban con que todo le salía bien. Vivía hacia el interior de la cordillera de Los Andes y era uno de los pocos privilegiados en tener al lado de su hogar acceso a los manantiales nevosos en todas las épocas del año y poder beber de sus diáfanas aguas mientras observaba a toda la inmensa ciudad de Santiago desde la cornisa de su elevada ventana.
En los faldeos de la cordillera de Los Andes vivían todas las personas acomodadas de Santiago y no eran pocos los que envidiaban –e incluso odiaban− a quienes residían en esos parajes. Pero Miguel tenía un genio sin igual y su simpatía eliminaba rápidamente todo rastro de envidia en sus compañeros.
Además de sus comodidades materiales, la familia de Miguel era armónica y feliz por lo que al niño le encantaba cocinar con su madre en las mañanas, e ir de excursión al desierto de Atacama con su padre en los días festivos.
Era una vida honesta, sencilla y particularmente feliz. Sus estudios no le preocupaban en demasía pues tenía una inteligencia innata que le permitía ser uno de los estudiantes más adelantados de su Centro Alfa, por lo que su futuro académicamente estaba asegurado.
Sin embargo, todo eso se destruyó en una mañana. Veía su vida tan tranquila, tan exenta de problemas con un futuro tan prometedor desvanecerse como la tímida bruma invernal al ser tocada por el sol; una Convocación al Pacto era algo tan lejano a su realidad, algo tan extraño, que creía que nunca lo alcanzaría.
Miguel había vivido sus ocho años en una esfera de protección construida por el amor de sus padres y el afecto de sus compañeros. Sin embargo, en un instante la esfera reventó como una burbuja de jabón.
Con Melisa tenían planes de ir a vivir juntos a San Pablo algún día; con Julio tenían proyectos de estudios comunes; con César iban a construir un modelo de cambios climáticos. Todo se había trastocado.
Por primera vez en su vida se enfrentaba cara a cara con un conflicto real, un punto de inflexión que cambiaría todo. Por primera vez odió toda su felicidad artificial, su cáscara de frágil seguridad y falsa estabilidad.
Sabía que el golpe de volverse un Asura no hubiese dejado indiferente a nadie, pero sus amigos tenían (creía él) mayor capacidad de reacción. Julio, por ejemplo, había perdido a sus padres (Augures ambos), viéndose forzado a vivir en Valparaíso con una tía que lo despreciaba; Julio sí tenía problemas reales, pues llevaba en su corazón la pena de un huérfano y el estigma de un Augur. Esos eran verdaderos problemas y habían hecho que Julio madurase secretamente, dándole las herramientas para sobreponerse con más estoicismo al hecho de convertirse en Asura… pero Miguel no contaba con ninguna experiencia de ese tipo.
Nunca el corredor que conducía hacia la sala del Augur Prisma le había parecido tan largo. Las pocas veces en que anteriormente lo había recorrido, lo hizo feliz y despreocupado, sin cargar con el peso de su destino.
El pasillo estaba vacío, por lo que pensó en sentarse y llorar ¿Qué más podía hacer un niño como él? No sabía nada del mundo y ahora debía ser alguien de quien se esperaba la mayor de las valentías… sería un Asura.
No estaba preparado, nunca lo estaría. Él no era nadie, ¿por qué diablos los Asuras lo habían elegido? ¿Qué habría en él para que lo seleccionasen? Albergó por breves momentos la esperanza de que todo fuera un sueño o un error, pero la desechó enseguida… los Enclaves nunca se equivocaban.
Siguió caminando, sin embargo, aunque no por las razones que Miguel quería creer. No lo hizo por valentía ni por orgullo, sino por miedo al Augur Prisma; era un miedo irracional, pues ¿qué castigo le podía imponer?… sería un Asura y ante eso todo castigo parecía un regalo de los cielos.
Ya veía la puerta del despacho del Augur Prisma. Solo pensó en que todo ya estaba hecho; tal vez su niñez había sido un idilio, un dulce recuerdo que le serviría de consuelo ante lo que verdaderamente le tenía reservado el destino… su nueva vida que iniciaría al cruzar dicha puerta.
***
Mientras Miguel y sus tormentos se debatían por abrirse paso en la oscuridad, Livio, el Augur Prisma, ya había establecido contacto con el Asura encargado.
El pilar informático mostró el rostro impasible y despreciativo de un hombre mayor; sus ojos tenían una mirada agresiva e intimidante. Era el Embajador Asura.
− Mis respetos Embajador. −Saludó tímidamente Livio. El gran punto débil de los Augures era que sus facultades mentales tenían muy poca influencia en los miembros de los Enclaves, y estos lo sabían.
− Saludos. −Fue la fría respuesta− ¿El niño está preparado?
− Perfectamente Embajador, solo debemos ultimar los detalles −Estoicamente Livio se tragaba todo su orgullo… era un Augur, y más allá de las persecuciones sufridas contra su raza, odiaba el desprecio con que los Enclaves miraban a la humanidad.
− Muy bien, saldré ahora del Enclave. Estaré allá en nueve minutos. −Livio sabía que los Enclaves estaban muy lejos, (algunos decían que incluso no se encontraban en la Tierra) y aquel sujeto decía sin más algo que en el mundo humano resultaba prácticamente imposible: llegar desde esos remotos lugares en un margen de solo «minutos».
− El niño aún no se ha despedido de sus padres, tal vez debamos esperar… − Livio titubeó y calló; la mirada de odio y asco de su interlocutor no le permitió continuar.
− Llegaré en nueve minutos y espero que el niño esté listo.
La comunicación se interrumpió y el pilar informático volvió a ser una columna inerte y oscura.
Livio cerraba los puños conteniendo su impotencia y frustración. ¡Quiénes eran esos seres! ¿Por qué tanto desprecio hacia la humanidad? Se suponía que los Enclaves estaban allí para defender a la Tierra de una Segunda Debacle, pero parecían ser una especie tan distinta y separada del hombre (o al menos eso aparentaban en sus escasos encuentros con los humanos) que era difícil darles el título que la Historia Oficial les daba como «defensores del género humano».
Tomó una decisión. Investigaría (dentro de sus limitaciones claro) qué eran en realidad los Enclaves para descubrir sus verdaderas intenciones.
En ese momento Miguel entró en el despacho. Livio no sintió su presencia mental, pues estaba muy concentrado en sus meditaciones. Para un Augur, la interrupción violenta de sus ondas mentales era igual de doloroso que un golpe físico, así que en vez de la bienvenida cordial que ameritaba la situación, su actitud fue drástica y agresiva. Días más tarde se arrepentiría de haber tratado tan rudamente al niño, pero ya no habría vuelta atrás.
−¿Te despediste del Centro Alfa? Te vas enseguida.
Miguel hizo un esfuerzo heroico por contener las lágrimas.
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